Autor: Laura Restrepo
Título: La novia oscura
Editorial: Anagrama (Compactos, 287)
Año: 2002
De siempre me ha interesado la literatura hispanoamericana. Cualquiera puede entender el deslumbramiento que uno experimenta cuando tiene quince años y caen en sus manos novelas de García Márquez, Rulfo, Carpentier y compañía. Desde esa edad hasta hoy he seguido leyendo y releyendo obras de estos escritores y de muchos otros , pertenecientes tanto a la generación del boom como a las anteriores, pero reconozco que no es mucho lo que sé –y lo que he leído– de los autores nuevos. Podría citar a Isabel Allende, Laura Esquivel, Skármeta, Rivera Letelier, Zié Valdés y poco más. Entre estos autores (a los que hay que añadir a Laúa Restrepo, que motiva esta nota) me parece distinguir dos grupos: el primero –y más numeroso– es el de aquellos que en mayor –Isabel Allende– o menor medida –Skármeta (este casi nada, es más irónico, Rivera– siguen determinados procedimientos estéticos del llamado realismo mágico. El segundo, que se opone a esta corriente y más bien se emparenta con el realismo sucio norteamericano, estaría representado por la cubana Zoé Valdés y, además, es más universalista y urbano frente al excesivo americanismo-localismo del realismo mágico.
El libro La novia oscura, de Laura Restrepo, es un texto curioso. No puede decirse que estéticamente esté emparentado con ese americanismo grandioso y desbordante (su estilo es otro: más escueto, más documental, aunque elaborado). Sin embargo, la ambientación es claramente nacional, restringida a un ámbito geográfico muy reducido, y alguna característica de los personajes, así como, sobre todo, el final, nos recuerdan el mundo suprarrealista y onírico de García Márquez o Allende.
Nos cuenta esta obra la vida cotidiana de unas prostitutas colombianas que viven cerca de las instalaciones de una compañía petrolera. En especial, nos habla de la historia de una de ellas, apodada Sayonara, y de los personajes que la rodean: su madrina Todos los Santos, su amigo y enamorado Sacramento y el Payés, amigo del anterior y del que Sayonara está enamorada. A partir de ahí se urde un argumento a través del cual se van desvelando las claves de la misteriosa vida anterior de la protagonista y las vicisitudes del triángulo amnoroso que ella forma con los dos hombres hasta llegar a un final que la narradora deja en el misterio –detalle que recuerda vagamente algunas mixtificaciones características del realismo mágico.
Esta novela tiene muchos elementos positivos, aunque no llegue a producir la fascinación de las grandes novelas hispanoamericanas, incluida La casa de los espíritus de Allende. Probablemente, lo que le quite parte de ese encanto, de esa sensación subyugadora que solo produce la ficción, sea la concepción del libro como crónica periodística. La narradora es una periodista (trasunto de la propia Restrepo) que, lógicamente, no goza del poder de la omnisciencia y que, por tanto, va construyendo la historia a partir de los testimonios de las personas que han vivido con Sayonara (a esta no llega a conocerla nunca pues se había marchado antes de su llegada). Este recurso periodístico tiene como efecto positivo el que el lector nunca conoce la verdad sobre la protagonista (y, por consiguiente, se mantiene durante toda la obra un halo de misterio e intriga que convierte al lector en colaborador artístico que participa interactivamente, dejando intacto el encanto de Sayonara, de la que conocemos mucho, pero quizá no lo más importante).
Pese a este carácter testimonial de la novela, la narradora reconstruye la información que se le da de manera cronológica, esto es, no nos desvela de golpe todo lo que sabe, sino que, a pesar probablemente de saberlo, lo ordena de una manera propiamente novelesca, con intriga y final sorpresivo incluidos. Con todo, como he dicho antes, el recurso a la crónica le quita al texto el encanto de la ficción pura, introduciendo varios niveles de realidad y mezclando hechos y espacios históricos con elementos inventados.
El mayor interés de la obra, creo, está en la construcción del personaje –misterioso, casi mitológico pero al mismo tiempo débil, con gran fortaleza de carácter pero lleno de supersticiones y contradicciones morales–. La historia en sí, el triángulo amoroso, es bastante vulgar y no aporta nada, pese al misterioso final. Y aparte de esta historia de amor, en un segundo plano pero adquiriendo progresivamente mayor importancia, está la narración –en pequeñas dosis, casi en sordina– de hechos sociales típicos de la Colombia de los 90: la violencia política –los muertos que bajan por el río– de todo signo y la dependencia económica –el colonialismo, en realidad– con respecto a USA, dueña de las empresas petroleras y explotadora de los recursos naturales del país. En un segundo plano, pero de forma bastante clara, trata esta novela, pues, de dos grandes lacras de la Hispanoamñerica finisecular –y de Colombia en particular–: la violencia y la dependencia económica, que impiden a estos países salir de su subdesarrollo político y económico crónico (de todo ello sabe bastante la autora, novelista y periodista pero también mujer que ha tenido mucho que ver con los diferentes movimientos guerrilleros colombianos).
En la novela se insiste sobre todo en la doble moral de los verdaderos dueños de la ciudad –la compañía petrolera– a propósito de las relaciones entre productividad económica y sexo, y también en la injusticia radical de las condiciones de trabajo de los obreros, a quienes pretenden comprar ofreciéndoles ordenar su vida familiar.
A propósito de las relaciones entre sexo y creencias religiosas hay también un detalle destacable: se percibe perfectamente la oposición entre una concepción pagana de la existencia –representada por las prostitutas indígenas– y la cristiana –encarnada por las demás–.Estas viven el sexo como un poecado y aquellas no. Por eso, estas necesitan racionalizar todo lo referente a su trabajo mientras que aquellas lo viven de una manera natural (piénsese en los nombres: Todos los Santos, Sacramento, etc.).
Tiene esta obra, para concluir, muy diferentes registros lingüísticos: hay un lenguaje rico, variado, espontáneo; un uso constante del diálogo, tanto en el nivel de la investigación como en el de la historia propiamente dicha. Hay humor, hay ironía, hay simpatía en la narradora, siempre. Y un detalle llamativo, quizás un defecto: el lenguaje demasiado culto, sobre todo de Todos los Santos; su desparpajo en el manejo de elementos culturales y la sintaxis de párrafos largos e impecables, característica de muchos de sus razonamientos.