lunes, 19 de agosto de 2013

Una casa en Córcega

Título V.O.: Au cul du loup
Año de producción: 2011
Género: Drama
Director: Pierre Duculot
Fotografía: Hichame Alaouïe
Intérpretes: Marijke Pinoy (Annette), François Vincentelli (Pascal), Christelle Cornil (Christina), Jean-Jacques Rausin (Marco), Pierre Nisse (Tony), Roberto DOrazio (Alberto), Cédric Eeckhout (Cédric), William Dunker (Gino)

   La historia que nos cuenta esta película no nos sorprende porque sigue un esquema clásico: la oposición ciudad/campo, los valores que cada espacio ofrece, las dudas a la hora de escoger la una o el otro, la decisión final producto de un intento de cambiar nuestras vidas... A Christina, la protagonista, le sucede todo esto: vive una vida mediocre y monótona que, de improviso, se ve alterada por un hecho impredecible como el de ser heredera de una casa cuya existencia todos desconocían y que está, además, situada en un paraje tan remoto como idílico.  Cuando ve la casa in situ comprueba que no está en muy buen estado y que, además, es utilizada por los cazadores pues se desconoce su dueño actual.  Mientras va reconstruyendo la historia de quien se la había dejado, su abuela, gracias a los testimonios de los vecinos del lugar, se da cuenta poco a poco de que desea quedarse con la casa, pues ha sabido cosas de su pasado que la están arrastrando hacia un cambio en su vida.  Esto, desde luego, le acarreará al principio más de un disgusto con su novio e incluso con sus padres.
   Más allá de que la película pueda leerse como un canto a la vida campestre, depositaria de elementos más auténticos y permanentes que los propios de la existencia más o menos urbana, connotada por la monotonía y, sobre todo, por las pequeñas rencillas, mezquindades, rencores e hipocresías, hay elementos temáticos y formales más originales que me gustaría destacar.  El primero es la constatación de lo poco que sabemos de nosotros.  Vivimos metidos en una espiral que no nos deja pensar en lo que somos.  Es lo que le pasa a Christina: poco sabía de su familia, de su abuela, y, por tanto, de sí misma, pese a haber compartido con la anciana sus últimos años.  Tiene que pasar algo imprevisto para que decidamos parar y reconducir nuestra vida buscando para ello estímulos en lo que ignorábamos de nuestros antepasados.
   El segundo es la alegría que provoca el disfrutar de una película -o de cualquier obra de arte en general- que nos provoca una emoción, que sentirán doblemente aquellos que tengan una vida a caballo entre la ciudad y la aldea, pero que cualquiera puede experimentar.  En este caso, la emoción es la consecuencia o el resultado de sumar la belleza del paisaje y la reacción ante ella de la protagonista.  Estamos, como es obvio, ante una película intimista y poética.  Disfrutaremos por igual de los paisajes maravillosos y de la inexorable evolución interior de Christina, pero el mayor acierto del director es haber sabido fundir ambas cosas y evitar, sobre todo, la sensación de que el espacio sea un mero decorado.
   De modo que todos aquellos que disfruten de un cine intimista, alejando de acciones trepidantes y ruido sin duda pasarán un rato emocionante.  No he podido evitar recordar una de las novelas que más me ha impactado de los últimos veinticinco años: La lluvia amarilla, de Julio Llamazares.  Todos los que la han leído con gusto gozarán también con esta película. Y para los que no conozcan ninguna de las dos este podría ser un buen momento para acercarse a ambas.
 
 
 
 
  

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