Autor: J.M.
Coetzee
TÃtulo: El maestro de Petesburgo
Editorial: Debolsillo
Año: 2014
No suelo
guiarme en mis lecturas por los premios literarios. No leo algo porque lo hayan premiado, sino
por el interés que pueda tener o por mi coincidencia con la propuesta estética
del autor. El sudafricano J.M. Coetzee
era para mÃ, hasta ahora, prácticamente un desconocido. Me sonaba vagamente su nombre. Al leer las reseñas sobre sus libros vi de inmediato
que era un autor que debÃa leer.
El
maestro de Petesburgo es una obra compleja.
La impresión final que deja es la de la dureza de la condición humana,
sustanciada en elementos como los siguientes: la soledad del escritor, que debe
pagar un alto precio por serlo; la imposibilidad del amor, que se manifiesta
como una pulsión fÃsica plagada de aristas; la mala conciencia paterna, el
dolor por el abandono o desagradecimiento del hijo –y el deseo de fundirse con
él, de ser él, absolutamente inviable-, en fin, la relatividad de las
relaciones polÃticas: un mundo radicalmente antimaniqueo, donde la represión
del estado deja indiferente al protagonista, que de antemano rechaza también
los valores revolucionarios.
Se puede tomar cualquiera de estos temas y
hacer un estudio de sus implicaciones en el texto, pero, desde el punto de
vista del lector, el meollo de la propuesta de Coetzee estriba en la plasmación
de las enfermizas relaciones humanas y en la enfermedad misma instalada en los
personajes. La novela indaga y hace daño
en esa herida del yo dominado por la locura de poseer al otro, de fundirse con
él, de suplantarlo y hacerlo asà pervivir tras la muerte fÃsica. Al final, como se ha dicho, lo que se
constata es la enfermedad de la escritura: todo escritor es un Fausto y en la
escritura, al tiempo que nos expresamos, nos aniquilamos, nos disolvemos.
Se comprenderá, pues, que no estemos ante
una novela narrativa. Apenas hay acción y el misterio que pudiera
haber –averiguar la verdad sobre la muerte del hijo- no se resuelve del
todo. Por eso mismo, aunque la obra
tiene una dimensión social que nos hace conocer la situación prerrevolucionaria
en Rusia, lo que aparece y se impone ante todo es el mundo interior –obsesiones,
enfermedades, ideas, sentimientos- del padre escritor.
No hay tampoco una gota de complacencia con
los personajes, que son sinuosos, incómodos, cambiantes. No acabamos de entender las razones de
algunos de sus actos ni somos capaces de reducirlos al consabido esquema de su
evolución psicológica.
El lenguaje es en todo momento un vehÃculo
trasmisor de ideas y sentimientos.
Mantiene siempre un nivel culto y a veces la altura intelectual del
mismo resulta excesiva y hace “espesa” la lectura (pero no se trata de contar o
narrar, sino de decir).
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