martes, 21 de julio de 2015

Coetzee: las obsesiones de un padre escritor



Autor: J.M. Coetzee
Título: El maestro de Petesburgo
Editorial: Debolsillo
Año: 2014
 

No suelo guiarme en mis lecturas por los premios literarios.  No leo algo porque lo hayan premiado, sino por el interés que pueda tener o por mi coincidencia con la propuesta estética del autor.  El sudafricano J.M. Coetzee era para mí, hasta ahora, prácticamente un desconocido.  Me sonaba vagamente su nombre.  Al leer las reseñas sobre sus libros vi de inmediato que era un autor que debía leer.
   El maestro de Petesburgo es una obra compleja.  La impresión final que deja es la de la dureza de la condición humana, sustanciada en elementos como los siguientes: la soledad del escritor, que debe pagar un alto precio por serlo; la imposibilidad del amor, que se manifiesta como una pulsión física plagada de aristas; la mala conciencia paterna, el dolor por el abandono o desagradecimiento del hijo –y el deseo de fundirse con él, de ser él, absolutamente inviable-, en fin, la relatividad de las relaciones políticas: un mundo radicalmente antimaniqueo, donde la represión del estado deja indiferente al protagonista, que de antemano rechaza también los valores revolucionarios.
   Se puede tomar cualquiera de estos temas y hacer un estudio de sus implicaciones en el texto, pero, desde el punto de vista del lector, el meollo de la propuesta de Coetzee estriba en la plasmación de las enfermizas relaciones humanas y en la enfermedad misma instalada en los personajes.  La novela indaga y hace daño en esa herida del yo dominado por la locura de poseer al otro, de fundirse con él, de suplantarlo y hacerlo así pervivir tras la muerte física.  Al final, como se ha dicho, lo que se constata es la enfermedad de la escritura: todo escritor es un Fausto y en la escritura, al tiempo que nos expresamos, nos aniquilamos, nos disolvemos.
   Se comprenderá, pues, que no estemos ante una novela narrativa.  Apenas hay acción y el misterio que pudiera haber –averiguar la verdad sobre la muerte del hijo- no se resuelve del todo.  Por eso mismo, aunque la obra tiene una dimensión social que nos hace conocer la situación prerrevolucionaria en Rusia, lo que aparece y se impone ante todo es el mundo interior –obsesiones, enfermedades, ideas, sentimientos- del padre escritor.
   No hay tampoco una gota de complacencia con los personajes, que son sinuosos, incómodos, cambiantes.  No acabamos de entender las razones de algunos de sus actos ni somos capaces de reducirlos al consabido esquema de su evolución psicológica.
   El lenguaje es en todo momento un vehículo trasmisor de ideas y sentimientos.  Mantiene siempre un nivel culto y a veces la altura intelectual del mismo resulta excesiva y hace “espesa” la lectura (pero no se trata de contar o narrar, sino de decir).











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